VENEZUELA: LA GUERRA ESCENIFICADA Y LA NEGOCIACIÓN POR LOS RECURSOS.

 

EL AGUIJÓN

VENEZUELA: LA GUERRA ESCENIFICADA Y LA NEGOCIACIÓN POR LOS RECURSOS.

Por: Arturo Molina

La crisis entre los gobiernos de Estados Unidos y Venezuela, marcada por una escalada de tensión y el despliegue naval en el Caribe, ha trascendido el ámbito diplomático para adentrarse en un peligroso juego de poder que exige la máxima conciencia ciudadana. Lo que se observa es una guerra en gran parte escenificada. Esta realidad se define por una estrategia pública de "máxima presión"—con recompensas y ataques a supuestas "narcolanchas"—que busca rentabilidad política para Washington, pero cuyo alcance real es limitado por el Derecho Internacional y fractura a los aliados regionales. No obstante, la tensión militar, que es una herramienta de coerción y no un preludio de invasión total, es apenas la superficie: la profunda y verdadera motivación es la pugna geopolítica por el acceso a los “vastos recursos naturales de Venezuela”, el auténtico premio que se disputa tras bambalinas.

Tras el telón de esta confrontación pública, la realidad profesional y diplomática revela la persistencia de una "política de doble vía" por parte de EE. UU. A pesar de la hostilidad pública, existen canales de comunicación directos y privados entre altos representantes de la Casa Blanca y Miraflores. Estas conversaciones silenciosas se centran en temas prácticos, alejados de la retórica de guerra: canjes de prisioneros, coordinación tácita sobre el manejo de la crisis migratoria y, crucialmente, la definición de límites para evitar un choque militar directo y la posibilidad de levantamientos de sanciones a cambio de concesiones concretas. No se puede obviar que el interés subyacente en estas concesiones radica en los vastos recursos naturales, renovables y no renovables, de Venezuela. El interés de Estados Unidos por asegurar acceso a ese potencial energético compite directamente con el de otras potencias que, a cambio de su apoyo político y militar al gobierno venezolano, ya están asegurando su propia participación en la explotación de dichos recursos. Este contraste entre la política del micrófono y la negociación privada debe ser comprendido por la ciudadanía. Demuestra que la confrontación es, en gran medida, escenificada, y que incluso en el momento de mayor tensión, la búsqueda de una solución negociada no cesa.

En este complejo tablero, el papel de la oposición venezolana se ha vuelto más crítico que nunca. Se encuentran en una posición precaria en esta encrucijada, debatiéndose entre los radicales que invitan a apoyar la presión militar extrema de EE. UU., vista como la única vía efectiva para forzar un cambio de régimen, o de quienes sostienen que la guerra no es el mecanismo para saldar diferencias, y condenan la injerencia extranjera, defendiendo el principio de soberanía y defensa de la nación, sin dejar de señalar las políticas erradas del gobierno nacional para con los ciudadanos y sus instituciones, evidenciándose a toda luz que la presión externa ha generado una fractura interna, en un ajedrez jugado directamente entre Washington y Caracas, lo que debilita su capacidad de liderazgo interno y su conexión con las necesidades reales de una ciudadanía atrapada en medio.

Como ciudadanos y habitantes del continente, nuestra conciencia debe centrarse en el costo humano de esta escalada. Una guerra, incluso limitada, garantiza un éxodo migratorio masivo, la muerte de inocentes y el colapso total de un país ya devastado. El dilema central es que la presión es necesaria para forzar la negociación, pero la escalada militar convierte la liberación de un país en su destrucción. Por ello, la comunidad internacional y los ciudadanos deben exigir a sus líderes que resuelvan este dilema: que la presión necesaria se canalice exclusivamente por la vía privada y pragmática, y que cese la retórica incendiaria que solo sirve a fines políticos internos. Se debe exigir que cualquier solución sea diseñada por y para los venezolanos, evitando la tentación de la intervención armada que solo sembrará una desconfianza duradera en el continente. La ciudadanía no puede ser indiferente: la paz y la estabilidad de América Latina dependen de que los actores principales decidan, de una vez por todas, bajar el volumen de las amenazas y sentarse a dialogar con la seriedad y la responsabilidad que la vida de millones de personas exige.

Arturo Molina

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