EL AGUIJÓN
LA ENCRUCIJADA DE VENEZUELA,
SEIS PATRONES DE CRISIS.
Por: Arturo Molina
El
28 de julio de 2024 dejó en Venezuela una profunda herida que va más allá de la
mera contienda electoral; dejó al descubierto la fractura más grave: la pérdida
de la certidumbre. Cuando dos fuerzas políticas esgrimen resultados opuestos y
las instituciones llamadas a arbitrar pierden su autoridad, la sociedad se
sumerge en un estado de suspenso institucional. La raíz de nuestro desánimo,
del "odio y sed de venganza" que lastra el debate, no es solo el
resultado de una elección reciente, sino la culminación de una enfermedad
histórica: la crónica y progresiva erosión de la confianza en el árbitro
electoral. Si la historia no ha de "cansar y molestar", debemos
usarla para entender que la crisis del 28J es el punto álgido de un patrón que
se remonta al quiebre de la confianza en el antiguo Consejo Supremo Electoral
(CSE). Este quiebre dio paso a la politización del Consejo Nacional Electoral
(CNE), consolidando la judicialización del proceso y socavando así el mecanismo
fundamental para la paz: el respeto a la voluntad popular.
Esta
crisis de fe en las reglas de juego es exacerbada por otra patología política
profundamente arraigada: la devoción al líder por encima de la ley y las
instituciones. La sociedad venezolana parece vivir en una tensión constante
entre la búsqueda de un salvador mesiánico y la urgente necesidad de construir
una República funcional. Históricamente, el caudillismo ha transformado las
instituciones —el Poder Electoral, el Judicial— en meras extensiones de la
voluntad del líder, no en contrapesos. El hecho de que la oposición haya caído
repetidamente en la misma trampa, depositando toda su esperanza de cambio en
una figura redentora, demuestra que esta patología es transversal. La obsesión
por el héroe conduce a una debilidad institucional crónica: cuando el conflicto
político no puede resolverse con normas, se dirime con demostraciones de fuerza
y lealtad incondicional, lo que nos conduce inevitablemente al siguiente patrón
destructivo.
El
resultado directo de la debilidad institucional y el culto al líder es la
cultura de la venganza política, que convierte el cambio de poder en una purga
del adversario. Esta pulsión vengativa, nacida de la impunidad y el dolor, se
manifiesta en la promesa de "ajustes de cuentas" que solo garantiza
que el próximo perdedor regresará con más determinación para invertir los
papeles. La trampa es que, cuando la política se convierte en un medio para la
retaliación, el proyecto de país queda relegado y la energía nacional se
consume en la persecución. Para que la cordura prevalezca, es imperativo
reconocer que la justicia imparcial y restaurativa es la única forma de romper
el ciclo, ya que la venganza solo engendra más odio y perpetúa la polarización.
Estos
patrones de liderazgo y justicia corroídos se cimentan, a su vez, sobre una
base cultural y económica fracturada. La frustración y el radicalismo no son
solo una reacción al hecho político, sino el resultado de la implosión del
modelo rentista benefactor. El colapso económico es, en esencia, la violenta
confrontación entre la mentalidad rentista que espera y la realidad productiva
que ya no existe. La decepción resultante es el abono perfecto para las
narrativas radicales, que prometen el control total del poder para restaurar el
"chorro petrolero". La superación exige un cambio de mentalidad,
transitando de la dependencia del Estado a la ciudadanía activa y autónoma.
La
suma de estos fracasos históricos —desconfianza, caudillismo, venganza y
rentismo— converge en la fractura más dolorosa: la existencia de "Dos
Venezuelas" que han perdido la capacidad de cohabitar. La polarización se
ha convertido en una segmentación cívica en la que cada bando niega la
legitimidad del otro, viendo al adversario como un enemigo existencial.
Mientras esta percepción persista, cualquier llamado al diálogo será visto como
debilidad. La cordura y el análisis propositivo nos obligan a reconocer una
verdad ineludible: las "Dos Venezuelas" están geográficamente
superpuestas, comparten la misma crisis de servicios y la misma escasez. La
sanación nacional no vendrá del triunfo total de un bando, sino del
reconocimiento del otro como legítimo y de la priorización de los intereses
comunes.
Esta
profunda crisis de cohabitación y el consecuente déficit de reconocimiento nos
llevan directamente al último patrón: el fracaso de la negociación. Es en este
contexto de desesperanza que el Acuerdo de Barbados (2023) se convierte en la
última gran lección histórica. El colapso de este intento de pacto demostró que
la fe en la solución política está tan erosionada como la fe en el árbitro. La
negociación falló no por falta de voluntad de sentarse, sino por la ausencia de
garantías creíbles para su cumplimiento, atrapada por la cultura de la venganza
y la primacía del líder. El difícil arte de negociar exige superar esta trampa:
hay que ver el acuerdo no como una utopía, sino como la ingeniería cívica
necesaria.
En
definitiva, la crisis venezolana post-28J no es un accidente coyuntural, sino
el punto de encuentro y la explosión simultánea de estos seis patrones
históricos no resueltos. El único camino para desarmar el odio y la
confrontación estéril es un proyecto de reinstitucionalización que ponga las
reglas de juego por encima de los líderes. Esto implica forjar un pacto de
convivencia que garantice la absoluta independencia del árbitro electoral, la
transparencia total y la protección del perdedor, despolitizando la justicia.
La cordura es la única estrategia de supervivencia nacional: exige que las
"Dos Venezuelas" se reconozcan como vecinos obligados a construir
juntos la casa que el petróleo dejó en ruinas, transformando la desesperación
en un futuro fundado en el trabajo, la ley y el respeto mutuo.
Arturo Molina
@jarturomolina1
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