EL AGUIJÓN
LA
HERIDA DE OCTUBRE.
Por: Arturo Molina
Hay instantes
en la historia de un país que se sienten como heridas que nunca terminan de
cerrar. El 18 de octubre de 1945 es una de ellas. La historia oficial lo
presenta como una “Revolución” necesaria o como un golpe injusto, pero lo
ocurrido fue más profundo: el encuentro fallido entre dos maneras de entender a
Venezuela, dos sueños de país que, al chocar, se cancelaron. Ese día se rompió
una posibilidad de entendimiento y se sembró una desconfianza que, de alguna
forma, aún nos acompaña. Para comprender la fiebre de aquel año, hay que
recordar el escenario mundial. En 1945, con el fascismo derrotado en Europa, la
democracia se alzaba como la gran promesa del futuro. Este eco global resonaba
con fuerza en Venezuela, alimentando la impaciencia de una generación que
sentía que la historia exigía cambios inmediatos y que el país no podía
quedarse atrás.
Isaías
Medina Angarita de profesión militar gobernaba el país, e irónicamente, fue el
que aceleró su propia caída al posponer la elección directa y secreta de sus
gobernantes, por considerar políticamente inmaduros a sus ciudadanos para
realizar tal propósito. La generación del 28 con Rómulo Betancourt liderando y
con Acción Democrática legalizado como partido político, encarnaban la lucha en
favor de la democracia y veían en el sufragio universal un acto de justicia y
redención. En su empeño por acelerar los cambios, buscaron apoyo en jóvenes
militares —entre ellos Marcos Pérez Jiménez—, creyendo que la fuerza armada
sería un medio para abrir paso a la democracia. El propio Betancourt lo
justificaría en su libro Venezuela, política y petróleo, donde afirma: “No
fuimos una facción cuartelaria en busca de poder, sino un pueblo en armas...
que se resolvió a jugar la carta de la insurrección”. Pero los caminos de la
fuerza y de la política rara vez convergen sin consecuencias.
Entre
ambos extremos surgió una esperanza de equilibrio: Diógenes Escalante,
diplomático andino, figura moderada y respetada por todos los sectores. Su
candidatura representaba un puente entre continuidad y renovación: Medina
dejaría el poder por la vía institucional, y Escalante avanzaría hacia el voto
directo. Por un momento, Venezuela pareció tener ante sí la oportunidad de un
cambio sin ruptura. Pero su inesperado colapso mental, reflejo de un país
agotado por la tensión, frustró el último intento de concordia. Su caída fue
también el derrumbe simbólico de la confianza nacional.
El
golpe de octubre dio paso al “Trienio Adeco”, que trajo consigo el voto
universal, pero también dejó heridas difíciles de cerrar. Tres años después,
los mismos militares que ayudaron a instaurar el sistema de libertades
derrocaron a Rómulo Gallegos, devolviendo al país a la dictadura. La historia
se repitió, y con ello el dolor resurgía en la sociedad. Hoy, ocho décadas
después, los ecos de aquel 18 de octubre siguen resonando. La tentación de
imponer una visión única, la idea de que todo debe empezar de cero y la
dificultad para confiar en el otro, son sombras que aún permanecen latentes.
Tal vez la lección pendiente sea comprender que las naciones no se reconstruyen
desde la ruptura, sino desde el encuentro. Porque la verdadera revolución —la
única que trasciende el tiempo— es la de la concordia.
Arturo Molina
@jarturomolina1
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