El AGUIJÓN
EL AUTOSABOTAJE POLÍTICO.
Por: Arturo Molina
El panorama político contemporáneo se ve a menudo empañado por
un fenómeno insidioso que socava la esencia misma de la democracia: el autosabotaje interno dentro de las organizaciones
partidistas. Esta práctica, aunque no es un hecho reciente, se ha recrudecido
en nuestra época, manifestándose en dirigentes que, movidos por una ambición
desmedida y un afán de control, obstaculizan el ascenso de nuevos liderazgos,
debilitando así la estructura del partido y, en última instancia, perjudicando
a la sociedad. Este fenómeno, en su raíz, refleja una crisis de valores que ha
desplazado el servicio público por el interés particular.
La política, en su concepción más pura, debería ser un ejercicio
de servicio público, un medio para canalizar las aspiraciones colectivas, pero,
cuando se convierte en un escenario de luchas internas y de sabotaje entre
facciones, su propósito original se desvanece. Estos dirigentes, a quienes se
podría calificar de mesianistas o populistas, no buscan el
bienestar común, sino la perpetuación de su propio poder. Su modus operandi es
claro: deslegitimar a cualquier figura que pueda representar una amenaza a su
hegemonía, impidiendo que nuevos talentos y perspectivas frescas ocupen
espacios de decisión. En la era digital, esta táctica se potencia a través de
la manipulación mediática y la desinformación. Las redes sociales se convierten
en campos de batalla donde se libran guerras de reputación, no contra los
adversarios políticos, sino contra los propios compañeros de partido. Esta
dinámica no solo fragmenta la organización, sino que también confunde al
electorado, que percibe la política como un juego de suma cero, donde el éxito
de uno implica necesariamente la derrota del otro, incluso si son de la misma “ideología”.
Paradigmas de esas acciones devastadoras hay muchos, y se pueden
destacar históricamente. En la Roma antigua, la rivalidad entre figuras como
Pompeyo y César, más allá de la lucha por el control del Senado, demostró cómo
las ambiciones personales pueden desestabilizar una república. Un ejemplo más
contemporáneo lo encontramos en las fracturas de partidos políticos en diversas
naciones de América Latina y Europa, donde líderes de larga data han preferido
ver la derrota electoral de su propia organización antes que ceder el
protagonismo a una nueva generación. Este tipo de dirigentes, parafraseando al
filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman, navegan en un "mundo líquido"
donde los principios y las ideologías son flexibles, adaptables a sus
intereses. Para ellos, el poder no es un medio para un fin, sino el fin en sí
mismo. Esta mentalidad, además de dañar al partido, es un claro obstáculo para
el desarrollo social. Las democracias sólidas se nutren de la diversidad de
ideas y de la constante renovación de sus liderazgos. Al sabotear a los
posibles candidatos, se priva a la sociedad de opciones válidas y se le condena
a elegir entre figuras que, en muchos casos, no representan los verdaderos
intereses de la comunidad. El sociólogo Max Weber, en su obra "La política
como vocación", ya diferenciaba entre la "ética de la
convicción" y la "ética de la
responsabilidad". Los políticos que sabotean a sus propios partidos
actúan con la primera, de manera dogmática y con fe ciega en su posición, pero
carecen de la segunda, la responsabilidad de considerar las consecuencias de
sus actos para el bien común.
Al final, todo se transforma en un círculo vicioso de desconfianza y desilusión. La ciudadanía, al observar estas
luchas fratricidas, pierde la fe en el sistema político en su conjunto. Los partidos,
en lugar de ser vehículos de cambio y representación, se convierten en cáscaras
vacías, con un discurso incoherente y una base social fragmentada. Esta erosión
de la confianza es especialmente peligrosa, ya que sienta las bases para el
surgimiento de movimientos antipolíticos o la apatía electoral, fenómenos que
debilitan aún más las instituciones democráticas. La famosa frase del escritor
y político irlandés Edmund Burke adquiere una relevancia especial en este
contexto: "Para que el mal triunfe, solo es necesario que los hombres
buenos no hagan nada". En este caso, el mal es el autosabotaje y
los hombres buenos son aquellos que, dentro de los partidos, tienen la
responsabilidad de defender la institucionalidad y la democracia.
Para romper este ciclo, es imperativo que las organizaciones
políticas se sometan a una autocrítica profunda.
Deben fortalecer sus mecanismos internos de selección de candidatos,
promoviendo la meritocracia, la transparencia y la participación de la base. Es
fundamental que los líderes actuales comprendan que el legado más valioso que
pueden dejar no es su permanencia en el poder, sino la formación de una nueva
generación de dirigentes comprometidos con la ética y el servicio. La salud de
nuestras sociedades depende, en gran medida, de la capacidad de los partidos
para sanar sus propias heridas internas y poner el bien común por encima de las
ambiciones personales. En este proceso de regeneración, es vital recordar las
palabras de Alexis de Tocqueville, quien en "La democracia en
América" advirtió que la democracia puede perecer por su propia mano si
los ciudadanos renuncian a su compromiso cívico y permiten que el
individualismo extremo corrompa las estructuras de poder. El autosabotaje no es
solo un problema partidista; es un síntoma de una enfermedad social que, si no
se trata a tiempo, puede poner en riesgo el futuro de nuestras democracias.
Arturo Molina
@jarturomolina1
www.trincheratachirense.blogspot.com
jarturomolina@gmail.com
