EL AGUIJÓN
LA FRONTERA COMO METÁFORA DEL PAÍS: PROMESAS, ABANDONO
Y SOBREVIVENCIA.
Por: Arturo Molina
En
Venezuela, la frontera no es solo un espacio geográfico; es una radiografía de
lo que somos y de lo que hemos dejado de ser. Allí, donde el país comienza,
también se evidencian las grietas más profundas de nuestro modelo político,
económico y social. En vez de ser una zona estratégica de desarrollo e
integración, la frontera se ha convertido en una especie de sala de espera
permanente: un lugar donde las promesas se evaporan, el Estado se disuelve y la
gente sobrevive como puede.
El caso del
Táchira, por ejemplo, es paradigmático. Esta región ha sido históricamente un
puente entre pueblos hermanos, una zona comercial activa, productiva, con
vocación agrícola, emprendedora, generosa. Sin embargo, la realidad actual
revela un profundo deterioro institucional. Las infraestructuras están
colapsadas, los servicios básicos son intermitentes, y las calles de los
barrios y municipios fronterizos se encuentran abandonadas, mientras se
improvisan maquillajes estéticos en algunos puntos visibles de la ciudad.
El
comercio, que alguna vez fue el motor de la economía local, se ha visto
reducido a su mínima expresión. Según cifras de organizaciones empresariales,
más del 60% de los locales formales han cerrado sus puertas en la última
década. Y los que permanecen abiertos enfrentan obstáculos estructurales:
cargas impositivas desproporcionadas, falta de incentivos reales y un entorno
marcado por la informalidad y la incertidumbre cambiaria.
Mientras
tanto, en esta zona de paso constante, el contrabando, las remesas, los
bodegones y las mafias del “control” terminan marcando las reglas del juego. El
Estado aparece solo de forma selectiva, cuando se trata de cobrar, vigilar o
imponer. No para acompañar, garantizar o proteger. Las políticas públicas no se
sienten como soluciones, sino como obstáculos adicionales. La frontera, en este
contexto, se convierte en una especie de laboratorio del sálvese quien pueda.
Aun así,
entre tanto abandono, también emerge una lección de fortaleza: el pueblo
fronterizo no se ha rendido. La mujer tachirense que madruga para vender café o
arepas, el joven que intenta emprender con lo poco que tiene, el padre de
familia que cruza a diario para buscar sustento en el otro lado del río...
todos ellos encarnan una dignidad que merece ser reconocida. No como excepción,
sino como ejemplo de resiliencia nacional.
No podemos
resignarnos a que el país funcione bajo la lógica de la sobrevivencia.
Venezuela merece más. Y la frontera —con todo lo que representa— debería estar
en el centro de un nuevo proyecto de país: uno que reconozca la necesidad de
descentralizar con seriedad, que vea el desarrollo regional como una prioridad
y que entienda que allí, en esos bordes descuidados, se está librando una de
las batallas más importantes por el futuro.
La frontera
nos interpela. Nos dice que no basta con resistir; que hay que transformar. Nos
recuerda que la exclusión y el silencio institucional solo siembran
desesperanza, pero también nos da pistas: donde aún hay trabajo honesto,
valores comunitarios y voluntad de seguir adelante, hay una semilla para el
cambio. No se trata solo de denunciar el abandono, sino de construir
alternativas posibles, desde la ciudadanía, desde la conciencia, desde el
compromiso con una Venezuela más justa, más humana y más cercana.
Escribo estas líneas como habitante de
frontera, testigo directo de una realidad que clama por atención. Mi intención
no es señalar culpables, sino contribuir con ideas al cambio que merecemos.
Arturo Molina
@jarturomolina1
www.trincheratachirense.blogspot.com
jarturomolina@gmail.com
